EL MUNDO DE GAEL - CUENTO DE CARLA GRAOS RIOS

Maribel era una joven originaria de Cajabamba. De corazón noble, amable y trabajadora, había llegado a la costa buscando mejores oportunidades y con el sueño de continuar su educación. Pese a su esfuerzo y a haber concluido una carrera técnica en administración, en su empleo apenas ganaba menos del sueldo mínimo, trabajando interminables jornadas que le dejaban el cuerpo exhausto y el alma inquieta.

Aun así, se mantenía optimista: ahora tenía un motivo más fuerte para vivir. Estaba embarazada. Su pareja, un joven cargador en una empresa azucarera, compartía con ella la alegría de esperar a su primer hijo, al que llamarían Gael.

El parto fue largo y difícil entre pasillos saturados y médicos ausentes.

 Solo cuando la fuente se rompió fue llevada de urgencia a la sala de alumbramiento. Y sin embargo, después de horas de espera y dolor, la vida se abrió paso: Gael nació grande, moreno, con ojos que parecían contener silencios antiguos. Entre lágrimas, Maribel lo tomó en sus brazos y supo que jamás volvería a estar sola.

Los primeros días fueron duros. La leche no alcanzaba, el cansancio pesaba, pero Gael mamaba con fuerza, como si ya desde entonces quisiera decirle a su madre: “Aquí estoy, no te suelto.”

 

Los tres regresaron a la humilde habitación que alquilaban. Los primeros días de lactancia fueron dolorosos y escasos en leche, pero pronto Gael empezó a mamar con fuerza, creciendo bajo la mirada orgullosa de su madre.

En los controles de enfermería, Maribel notó algo extraño: cuando vacunaban a Gael, no lloraba como los demás niños. Parecía: “resistente al dolor”. Por las noches dormía poco, despertaba con llanto enérgico y repetido. Maribel apenas lograba conciliar unas horas de sueño y suspiraba con anhelo: “Quisiera dormir un día entero, sin que nadie me despierte.”

Aprendió a caminar pronto, a ordenar los cubos por colores, a alinear los juguetes con precisión de relojero. Repetía en inglés las palabras que escuchaba en un programa de televisión, como si ese idioma fuera un refugio secreto. Pero no respondía cuando lo llamaban por su nombre, y en los parques prefería girar mirando el cielo antes que unirse a las rondas infantiles. Jugaba solo, evitando a otros niños. Algunos lo señalaban: “No sabe jugar”. Y en el parque, con frecuencia, lo excluían de las rondas infantiles.

“Gael vive en otro mundo”, murmuraban los vecinos. Y quizá tenían razón: un mundo donde los dinosaurios rugían con alegría, donde el agua y las texturas eran enemigos invisibles, donde la soledad era compañía.

El mundo de Gael parecía solitario. No obstante, Maribel, cariñosa y perseverante, buscaba abrazarlo y besarlo. Aunque él evitaba el contacto, en el fondo se sentía protegido. Sus juguetes favoritos eran los dinosaurios; cada cumpleaños y Navidad su padre le regalaba uno nuevo, y Gael, sonriente, los mostraba con un rugido: “¡Grrr, grrr!”

Cuando cumplió tres años, lo matricularon en un jardín cercano. Las mañanas eran duras: Maribel debía levantarlo antes de las seis, bañarlo, vestirlo, darle de desayunar y dejarlo con la vecina Meche, quien lo llevaba al colegio. Gael lloraba al acercarse a su casa y hacía berrinches en el jardín.

Qué tristeza y dolor sentían sus padres, especialmente su madre, en aquellos primeros días de jardín. Maribel no quería soltarlo de sus brazos. Pero ¿qué podía hacer si debía ir a trabajar? ¿Cómo quedarse en casa con Gael, si él debía aprender? Y sobre todo, ¿cómo sobrevivir sin dinero para pagar el alquiler, la comida, la luz y el agua? El dinero no era un lujo, era la condición básica para seguir viviendo. No había opción: no podía quedarse en casa cuidando de Gael, aunque su corazón se lo pidiera a gritos.

Maribel y su esposo se miraban rumbo al trabajo con el corazón desgarrado:
—¿Por qué cuidar a Gael es tan difícil? —preguntaba él.
—¿Por qué no puede ser un niño como los demás? —respondía ella en silencio, conteniendo las lágrimas.

Aun así, recordaban su rostro dulce: los ojos grandes, las pestañas rizadas, la sonrisa cálida. Ese pequeño era su motor, el amor que les daba fuerzas para seguir.

La vida, sin embargo, no era sencilla. Con sueldos que apenas alcanzaban para cubrir lo básico, sin beneficios ni seguridad, Maribel se preguntaba: “¿Por qué debo dejar a mi hijo tan pequeño para ir a trabajar? ¿Por qué no existe alguien que nos proteja y nos garantice lo mínimo?”

El tiempo pasó y, en una reunión escolar, la profesora informó:
—Gael aprende, pero es difícil evaluarlo. No juega con otros niños, no participa en actividades grupales. Si se enoja, se tira al suelo, grita, muerde o patea.

Maribel sintió un nudo en la garganta. Al llegar a casa intentó preguntarle:
—Hijito, ¿cómo te fue en el colegio?
Gael apenas decía: “Mamá… agua… papá… niños”, mezclando algunas palabras en inglés aprendidas en la televisión.

Una noche, tras llorar de impotencia, Maribel se arrodilló frente al cuadro de Cristo en su pared:
“Amado Dios, no nos abandones. Ayúdanos a sentir tu amor y tu protección.”
Tras la oración, sintió un alivio suave, como un abrazo invisible.

Con el tiempo consultaron varios médicos. El primero apenas los escuchó. Otro, una neuróloga, más sensible, observó a Gael llorando sin consuelo en el consultorio, sin hablar ni obedecer órdenes. Entonces pronunció una palabra desconocida: autismo.

Ellos no sabían qué era, pero en internet y en videos de redes sociales encontraron descripciones que encajaban. Tras dieciocho meses, tres médicos y muchos gastos, un neuropediatra confirmó el diagnóstico.

—Gael necesita terapias de lenguaje, apoyo conductual y una resonancia cerebral —dijo la doctora con firmeza—. Requerirá paciencia diaria. Nuestro objetivo es que, cuando crezca, pueda ser independiente.

 

Gael necesitaba terapias, paciencia, amor multiplicado. Y sus padres decidieron entregarle todo. Maribel lo llevaba a sesiones después del trabajo; su esposo lo acompañaba los fines de semana. Ya no buscaban que fuera “como los demás”, sino que aprendiera a caminar en su propio mundo, con dignidad y libertad. Él también debía reclamar su lugar en el mundo.

Porque Gael veía la vida de otra manera. Lo que para otros era ruido, para él era tormenta; lo que para otros era un simple juguete, para él era un universo. Y aunque el camino sería más arduo, había un amor inmenso que los sostenía.

El mundo de Gael no era sencillo, pero era suyo. Y Maribel, con fe y ternura, estaba dispuesta a recorrerlo a su lado, sin miedo, como quien se adentra en un bosque desconocido confiando en la luz de las estrellas.

 

Semilla Rebelde

 


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